A veces, un informe técnico no habla de números, sino de ecos. El reciente estudio del Consejo Fiscal sobre el impacto fiscal de las leyes aprobadas en los últimos años es uno de esos documentos. Sus cifras, que describen con elocuencia una reducción de los ingresos tributarios y un aumento de gasto fiscal estratosféricos, no son el problema en sí mismas, sino el síntoma de una transformación profunda y silenciosa en la forma en que el poder se ejerce en el Perú.
Cada una de esas iniciativas legislativas, vistas en
conjunto, dibuja un mapa. No es un mapa de carreteras o de regiones, sino un
mapa de la arquitectura de las lealtades que sostiene al gobierno. Detrás de
cada beneficio tributario o de cada gasto nuevo no hay solo una política
pública, sino la sutil y compleja ingeniería de los apoyos que permiten que el
barco del Estado siga su curso, aunque sea hacia una tormenta financiera. Son
las piezas con las que se podrían ensamblar las mayorías, la moneda de cambio de un
poder que ya no reside en Palacio.
En este escenario, la voluntad del Ejecutivo parece
diluirse, como una voz que intenta hacerse oír en una sala donde la
conversación principal se libera en otro tono y en otra mesa. La gestión del
día a día transcurre, pero las decisiones que realmente moldean el destino
fiscal del país, las que definen qué se puede y qué no se puede hacer, parecen
tener otra procedencia. No es una ausencia de poder, es una relocalización del
poder.
Lo preocupante es que este sistema, que hoy opera con una
cierta lógica informal y dispersa, está a punto de encontrar su máxima
expresión. La llegada del Congreso bicameral no será un simple cambio de
formato. Para muchos de los actores políticos actuales, representa la
oportunidad de perfeccionar su oficio en un escenario nuevo y más elevado. Los
futuros senadores, en gran medida, serán los arquitectos veteranos de este
sistema de equilibrios y concesiones.
El Senado corre el riesgo de convertirse en la consolidación
de este poder sin rostro. Una cámara con facultades extraordinarias, pero que,
de no mediar una reforma profunda, podría funcionar con la misma lógica de hoy: la de
la negociación de cuotas de influencia sin un contrapeso efectivo. Lo que hoy
es una práctica que se puede rastrear en los informes del Consejo Fiscal,
mañana podría institucionalizarse como una doctrina, elevando la
"contabilidad del poder" a un nivel de complejidad y opacidad aún
mayor.
El informe del Consejo Fiscal es, en el fondo, una
invitación a mirar de frente lo que podría ya estar sucediendo. Nos dice que el poder
ya tiene sus propias reglas no escritas y su propia contabilidad. La tarea
pendiente no es añadir una nueva cámara a este esquema, sino ponerle nombre y
apellido a ese poder.
Se hace urgente una reforma constitucional que no busque un
retorno a un pasado idealizado, sino que formalice las responsabilidades del
Congreso en su rol de gobierno. Es necesario dotar de reglas claras al juego
que ya se juega, establecer mecanismos de control fiscal que sean reales y exigir
que quienes negocian el destino de los recursos públicos lo hagan a la luz del
día, asumiendo las consecuencias.
De lo contrario, no estaremos creando un Senado, sino el santuario definitivo para un poder que al parecer, aprendió a gobernar en las sombras, con la chequera del Estado en la mano y sin tener que rendirle cuentas a nadie. Y esa es una deuda que, tarde o temprano, todos los peruanos terminaremos pagando.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario