No fue la paralización de los transportistas, ni la expulsión de Butters de Puno, ni mucho menos el atentado contra Agua Marina. Esas han sido excusas. La verdadera razón por la que este Congreso permitió la designación de Jerí como presidente interino de la República es la misma que lo llevó a presidir la Mesa Directiva: su desempeño al frente de la Comisión de Presupuesto y Cuenta General de la República.
Presidir dicha comisión no es poca cosa. Requiere saber negociar y repartir, priorizar y construir acuerdos. Es un espacio donde se mide la verdadera capacidad política de un congresista, y Jerí supo demostrarla con eficacia. Su habilidad para distribuir los recursos presupuestales generó lealtades, y esas mismas lealtades hoy le permiten asumir la conducción del país.
Podría decirse, más bien, que ha vuelto a repartir las cartas del presupuesto, esta vez desde Palacio. En ese sentido, la demora en la designación de representantes ante los ministerios recuerda la los tiempos y las formas en que se distribuyen las comisiones parlamentarias entre bancadas cada vez que se inicia una legislatura. Algo que se hace todos los años sin mayor drama.
Aunque la Constitución modificada hasta la fecha no reconozca un régimen parlamentarista, lo cierto es que el Perú vive ya bajo un gobierno de esa naturaleza. Los ministerios reflejan cuotas de poder equivalentes a las que dominan en el Congreso, y los equilibrios políticos se miden más en función de esa correlación que de la voluntad del Ejecutivo.
Resuelto este reparto, será difícil que el Congreso retire el respaldo al presidente interino durante este vibrante periodo electoral. La canalización de recursos públicos será funcional a la inauguración de obras por aquí y por allá. “El gato del despensero”, dicen algunos. Yo prefiero decir que hemos consolidado un parlamentarismo de facto, sin haberlo reconocido formalmente.
Sin embargo, esta evolución institucional exige formalización. Es necesario reformar la Constitución para asignar responsabilidades políticas explícitas a las bancadas que hoy gestionan recursos a través de los ministerios que controlan. La sociedad debe saber quiénes están detrás de cada sector para que asuman, con nombre y apellido, los aciertos y los errores de su conducción. Solo así se podrá limitar el oportunismo y recuperar el principio de racionalidad que debe regir el gasto público: los soles invertidos deben generar valor público, no solo rentas electorales.
Mientras ello no ocurra, el Estado seguirá siendo visto como un botín, y quien ocupe Palacio de Gobierno no será más que un primer ministro contingente, removible sin drama conforme satisfaga —o no— el apetito de las fuerzas parlamentarias.
En el fondo, lo que parece caos y precariedad del Ejecutivo no es más que la rutina silenciosa del Congreso: un almuerzo apacible que se sirve hace varios años, desde que comenzaron los gobiernos minoritarios y los presidentes sin mayoría.
Por eso creo que estas elecciones son, en realidad, simbólicas. Porque el poder efectivo ya está asentado en el Congreso y lo más probable es que sea reelegido bajo nuevos rostros y partidos, pero con las mismas lógicas. La única diferencia será que el Congreso que nazca después de marzo será más poderoso que nunca. Con un Senado todopoderoso que no podrá ser tocado ni con el pétalo de una flor.
Y entonces, ya no necesitaremos una generación Z que nos salve, sino todas las letras del abecedario juntas para impulsar un verdadero cambio: no para que el poder vuelva al Ejecutivo, que ahora se parece más a un premiarato, sino para formalizar las responsabilidades del Congreso en su actual papel de gobierno ante la ciudadanía.
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